Pedro Lastra.
Los bolcheviques de antes no tenían pelos en la lengua ni se andaban
disfrazando de santones: proclamaban la dictadura del proletariado, asesinaban
masivamente a sus oponentes, hambreaban a sus pueblos y desataban las más
impiadosas cacerías contra cuanto bicho de uña se les atravesara en el camino.
Eran unos comunistas de pelo en pecho, como Lenin, Stalin, Mao, el mismísimo
Fidel Castro y esa pandilla de asesinos, llámense Beria, Vischinsky o Ramiro
Valdés, que los secundaban desde sus monstruosos ministerios de “seguridad
ciudadana”. Campos de Concentración, paredones, fusilamientos por millones,
horca, nucas descerrajadas con golpes de piolet, accidentes amañados de carros
de disidentes famosos a los que misteriosamente se les iban los frenos frente a
una quebrada o un roble gigante. Todo un arsenal de trampas, celadas, mañas,
venenos, puñaladas, torturas, encarcelamiento y mazmorras para padres, madres,
esposas, hermanos e hijos de quienes osaran siquiera imaginarse un mundo de paz
y concordia o de elemental respeto de los sagrados derechos humanos. Los
tiranos de antes no iban a misa.
Lenin inició la camada. Ordenó fusilar a la familia real, sin
perdonarle la vida ni a los niños del Zar, asesinar a millones de Kulaks, esos
campesinos prósperos que alimentaban a la hambrienta Rusia zarista, mandó
colgar a los popes frente a sus feligreses e hizo suya la consigna de su
maestro Carlos Marx según el cual “la religión es el opio del pueblo”. Antes de
usar la imagen de Cristo o arrodillarse ante un altar, se cortaba las venas. No
se diga de Stalin, a pesar de que sus padres lo querían pope y se escapó del
seminario cuando ya lucía la santidad de los ungidos. Despreciando el principio
cristiano del amor al prójimo se calcula en una cifra cercana a los 30 millones
los que ordenó asesinar, sin contar con los millones de camaradas que se
pudrieron en las célebres mazmorras de su archipiélago Gulag.
Algo muy tenaz, muy porfiado y persistente tendrá la imagen de
Jesucristo en la conciencia de la humanidad como para que a pesar de esas
persecuciones anticlericales y ese odio parido contra la Iglesia, los herederos
de Lenin y Stalin hagan esfuerzos descomunales por comparar a sus líderes
triturados en las inexorables maquinarias de la muerte con Cristo Redentor.
Desaparecida la Unión Soviética, una recua de leninistas trasnochados
inventaron en Moscú hace unos pocos años la secta de los Cristianos-Leninistas.
Usaban el QUÉ HACER del primer
comunista de la historia con El Nuevo Testamento del fundador del cristianismo.
Y aún se reúnen en alguna placita del Kremlin a rezarle al padrecito Lenin,
postrer apóstol del Nazareno.
Algún G2 infiltrado entre los Boinas Verdes bolivianos dispuso el
cadáver del mercenario argentino Ernesto Guevara Lynch sobre una artesa de
Valle Grande de manera que se asemejara al Cristo yaciente, de Andrea Mantegna.
Así, a pesar de ser un asesino serial que a la hora de la duda prefería fusilar
campesinos inocentes que pasar por blandengue, los especialistas en
manipulación mediática de Fidel Castro universalizaron la duda sistemática
sobre las semejanzas entre el hijo de María y el asesino de La Cabaña.
Con Allende no funcionó el fraude, porque Cristo no usaba corbata ni
gruesos anteojos de concha. Se suicidó enfundado en una elegante chaqueta de
tweed inglesa y abrigado con un sweater de rombos dignos de un estudiante de
Cambridge. Los cubanos, genios de la estafa bajo la dirección del más grande
estafador de la historia, prefirieron acomodarlo a José Martí, otro aventajado
aristócrata con ínfulas liberadoras. Dejaron a Cristo tranquilo.
Y ahora que se les muere en las torpes manos de sus inexpertos
cirujanos el último y milagroso proveedor del trono, buscan desesperadamente la
manera de convertir a un teniente coronel golpista, convertido en Rey de los
mendigos en una lamentable parodia de la Opera de Tres centavos, en la última
versión de Jesucristo Súper Milico. Desechada la pureza del marxismo leninismo
y asumida la bastardía sincrética de todas las creencias, supercherías y rituales
del paganismo africano, no se sabe si Chávez es el último Babalao, el primer
Changó redivivo, postrer Tótem funerario o un Cristo de yeso pintado con gorra
de paracaidista para vender en los tenderetes de espiritismo esotérico de las
Torres del Silencio.
El “opio del pueblo” sigue despertando la fe, la esperanza y la
caridad, mientras la cocaína de la santería revolucionaria multienriquece a las
altas esferas del régimen y satisface las tristes desventuras de su carne de
cañón electoral. Pobre
Chávez, que encerado descanse.
Fuente: Noticiero
digital.
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