Por Rafael Cepeda Clemente
En
dos ocasiones, desde su tribuna de la televisión, el doctor Fidel Castro ha
mencionado este dicho de Jesucristo: “Mi
reino no es de este mundo”. En ambos casos la referencia ha estado relacionada
con la defección de varios sacerdotes católico-romanos que han tomado el camino
del exilio por su propia voluntad, se han declarado contrarrevolucionarios, y
se han prestado a los más innobles menesteres, con el propósito indigno de
rebajar la calidad moral de la Revolución cubana.
Para
mí, cristiano convencido y militante, y cubano adherido fervorosamente a esta
etapa de grandes reivindicaciones cívicas, unas palabras de Jesucristo en boca
del líder de la Revolución cobran un significado especial, y me llevan de la
mano a serias reflexiones. Por tanto, he creído conveniente compartir con otros
mi pensamiento en cuanto al alcance que tiene la frase “Mi reino no es de este mundo”, y las posibles aplicaciones que
podría tener en el caso cubano, y especialmente en lo que se refiere a la
persona de Fidel Castro.
“Mi reino no es de este mundo”
Cuando
Jesucristo habla de “mi reino”, se
está refiriendo a lo que en muchas ocasiones, por medio de parábolas y
discursos, denominó “el reino de Dios”.
En otras palabras, a la idea sustancial y sustentadora de que Dios es soberano
de la vida y de la historia, y de que ningún acontecer humano está fuera de la
órbita de su poder ni de su voluntad.
En
el caso específico de la frase citada por Fidel, convendría –para su mejor
comprensión– enmarcarla en el contexto del incidente que provocó esta frase y
algunas otras que arrojan luz sobre ella. Vamos, pues, a transcribir la
narración completa, tal como se halla en el Evangelio de San Juan.
“Pilato entró entonces otra vez en el pretorio, y
llamando a Jesús, le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús:
¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? Respondió Pilato:
¿Acaso soy yo judío? Tu misma nación y los jefes de los sacerdotes te han
entregado a mí. ¿Qué hiciste? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si
de este mundo fuera mi reino, entonces pelearían mis servidores para que yo no
fuese entregado a los judíos: ahora empero mi reino no es de aquí. Pilato
entonces le dijo: ¿Eres, pues, rey? Respondió Jesús: Tú lo dices, porque lo
soy. Yo para esto nací, y a este intento vine al mundo, para dar testimonio de
la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye mi voz. Le dice Pilato: ¿Qué es
la verdad?”
Como
se ve claramente, el incidente ocurre en las postrimerías del ministerio de
Jesucristo, en el proceso del juicio que tuvo por final la crucifixión. Es una
breve polémica que se entabla entre Pilato, el todopoderoso gobernador romano,
y el acusado, Jesucristo. Había un empeño especial en que el juicio rebasara
los límites de una mera cuestión religiosa, dentro del campo de la ley mosaica,
para que cayera en la órbita de la cuestión política, es decir, dentro de la
ley romana. Sólo así se podía tener la seguridad de que al final de la jornada
infamante se levantaría una cruz en el monte Calvario. Jesucristo fue llevado
ante Pilato y acusado de incitar a la rebelión contra el poder imperialista de
Roma, y con la intención de hacerse él mismo “rey de los judíos”. No nos debe extrañar que en aquella hora se
diera a la misión de Jesucristo un sentido totalmente distinto al que tenía en
verdad. Había tal ansia de superación política en el pueblo, y tanto anhelo de
eliminar a los romanos de la vida cívica del país, que todos los ojos estaban
atentos a la aparición de un líder que pudiera canalizar estos empeños de
liberación nacional.
Hay
varios incidentes en los Evangelios por los que se demuestra que en muchas
ocasiones quisieron forzar al Maestro a encabezar un movimiento de rebelión
contra el poder usurpador. Aún sus discípulos más allegados le propusieron la
jefatura de una organización político-militar. Nada hubiera sido más fácil para
Jesucristo que aceptar esta proposición, pues su capacidad de líder le hubiera
asegurado el triunfo fácil y la gloria inmediata. En este sentido él les
defraudó totalmente. Él sabía que su misión era la de morir en una cruz, y que
esta entrega sacrificial –aparente derrota– sería el más rotundo triunfo de los
planes divinos para la redención cabal del género humano.
Cuando
el asunto se plantea ante la autoridad constituida en juez, Jesucristo elimina
toda interpretación mal intencionada con una frase rotunda: “Mi reino no es de
este mundo”. Pero conviene aclarar de inmediato –y ello es evidente en el resto
del pasaje bíblico– que Jesucristo en este caso no está haciendo referencia a
la ubicación del Reino, sino precisamente a su origen o procedencia. Lo que Él
quiere decir es que “su” reino no es
el reino de los hombres, sino el Reino de Dios, porque de Dios procede. Que todo
gobierno y todo pueblo están sujetos a la autoridad suprema de un Dios creador
y sustentador, y que todo gobernante no es más que un ejecutor, un instrumento
de los planes divinos para el establecimiento del Reino de Dios entre los
hombres. La frase, pues, se aplica tanto a gobernantes como a gobernados, y
habla de la realidad última de un poder que no está sujeto a las contingencias
temporales ni a los instrumentos humanos, sino que se sirve de ellos para la
realización de propósitos insondables.
Su reino sí es de este mundo
Sin
embargo, que nadie se llame a engaño. En modo alguno quiso Jesucristo disociar
a Dios de los problemas de este mundo. El mismo hecho de la encarnación –Dios
constituido en hombre, y siervo de los hombres, por amor a los hombres, en la
persona de Jesucristo– nos dice de entrada que “su reino” sí es de este mundo, puesto que su interés primordial
está en reinar entre los hombres, de modo que en cada ser humano se cumpla la
imago Dei: el ejercicio de la capacidad para entenderse con Dios y comprender
el papel que Él nos señala a cada uno en el drama de la historia.
Por
otra parte, cuando Jesucristo irrumpió en la escena humana se vio envuelto de
inmediato en las luchas por el poder, en las apetencias económicas y en las
desigualdades sociales de su época. Su propio hogar era de los más humildes: el
hogar de un carpintero, donde sólo las necesidades más elementales podían ser
satisfechas. Jesucristo mismo fue un obrero que supo del rudo batallar por el
pan de cada día. La tradición asegura que José murió siendo Él todavía un
jovencito, y que sobre sus hombros –los del primogénito– cayó la
responsabilidad del sostén de su madre y hermanos. Él supo en su propia carne
de la transacción explotadora, del impuesto oneroso, de la jornada esclavizante.
Jesucristo fue un hombre legítimo –todo un hombre– y estuvo sujeto a las mismas
pasiones y tentaciones que los demás seres humanos.
Sobre
esta realidad hay que juzgar su otra frase: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Porque
muchos lo interpretan como si Él hubiera querido despreciar las cuestiones del
mundo terrenal para darle validez sólo a las de las esferas celestiales. Todo
lo contrario: a ambas dio pareja categoría, y señaló la responsabilidad de cada
hombre en el estar a cuenta con su patria y con su Dios. También conviene
recordar aquella otra expresión: “Mi
Padre obra, y yo obro”. Este es otro concepto de Dios que se olvida con
demasiada frecuencia: el Dios que se afana por sus hijos, que está
constantemente obrando en favor de ellos, que no sólo crea, sino que también
cría. El Dios cristiano, escribí en una ocasión, no es una idea filosófica, ni
una disquisición teológica, sino una Persona creadora que agoniza por las
personas creadas. El Dios cristiano no es un Dios de balcón, ni un Buda
ventrudo que se arrellana en una cómoda poltrona para observar entretenido
cuanto sucede a su alrededor. Es un Dios que interviene en los sucesos de este
mundo y toma la iniciativa cuando se trata de redimir al género humano.
¿Es cristiano Fidel Castro?
Leí
hace algunos meses, en una revista religiosa, una carta escrita por uno de los
lectores al director, en la cual planteaba la siguiente cuestión: “¿No ha observado usted que Fidel Castro
nunca ha mencionado a Dios en sus discursos? ¿No es esta una señal de evidente
ateísmo?”
Yo
no sé cuál sería al cabo la respuesta del director acorralado, pero la,
pregunta misma es iluminadora, pues se refiere a cierta ansiedad por una parte
del pueblo en lo que toca a una cuestión vital: la ausencia o presencia de una
fe religiosa en la persona de Fidel Castro. ¿Hay tal fe en el adalid de la
Revolución cubana? ¿Es Fidel Castro un cristiano? Sólo él podría decirlo. Ser
religioso es aceptar como supremos los valores espirituales, y andar en la
búsqueda constante de “algo” que
satisfaga las más hondas necesidades del alma humana. Ser cristiano es confesar
que ese “algo” es Jesucristo, y
tenerle por Señor de la vida y de la historia.
Pero
yo no mediría la fe religiosa de Fidel Castro por las veces que él mencione a
Dios. He conocido ya a muchas gentes para quienes Dios es una afirmación
corriente en los labios y también una negación perenne en la conducta. Por lo
tanto, para mí no es ese el factor básico. Yo aplicaría en este caso otra
afirmación de Jesucristo: “Por sus frutos
los conoceréis”. En última instancia, sólo Fidel Castro puede hablar con
autoridad de sí hay en él un mínimo de preocupación por las cuestiones de la
fe; pero yo me pregunto: ¿no es de cristianos su ansiedad por una tierra sin
odios inútiles, generosa y limpia? ¿No es de cristianos su incesante afán por
los explotados y oprimidos, por los que no comen ni se educan, por el niño
descalzo, la mujer famélica, el hombre sin esperanza? ¿No es de cristianos su
empeño moralizador, de tal manera que se elimine para siempre de la vida cubana
el vicio del juego, la vergüenza de la prostitución pública, el escándalo del
robo en las oficinas gubernamentales? ¿No es de cristianos procurar que todos
los padres tengan un techo propio donde protegerse, y todos los hijos un campo
deportivo donde jugar? ¿No es de cristianos imponerse una tarea tan gigantesca
como la de la Reforma Agraria, que asegure a cada hombre del campo un lugar
donde vivir, donde trabajar, dónde comer? ¿No es de cristianos eliminar (o, por
lo menos, limitar en todo lo posible) los casinos, las vallas de gallos, los
bares corruptos? ¿No es de cristianos resolver el problema de los
aparejamientos y los concubinatos, ofreciendo amplias oportunidades para la
legalización de los matrimonios civiles? ¿No es de cristianos liquidar definitivamente
la era de los privilegios irritantes, con sus exclusivismos infecundos y
facilitar el comienzo de una nueva era, con igualdad de oportunidades para
todos? ¿No es de cristianos el reconocer los derechos inalienables del hermano
negro, del hermano analfabeto, del hombre enfermo? ¿No es de cristianos
asegurar escuelas para todos, hospitales para todos, playas para todos, trabajo
para todos, pan para todos?
Quizá
sí fue para Fidel Castro que Francisco Luis Bernárdez –proféticamente– escribió
estos versos:
El más lejano, el más desconocido, / el más pequeño,
el más desventurado, / el más abandonado, el más vencido, / el más desvanecido
y olvidado.
El que sólo ha sufrido y ha sufrido, /el que sólo ha
llorado y ha llorado, /el que ha vivido sin haber vivido, /el que ha pasado sin
haber pasado.
Tiene destino en mi destino de hombre; /tiene nombre
en las letras de mi nombre; /tiene palabra en mi palabra fiel; / tiene vida en
el fondo de mi vida; / tiene ser en mi ser, que no lo olvida; / tiene voz en mi
voz, que habla por él. / “Instrumento escogido me es este...”
Yo
tengo la convicción –que comparto aquí con toda responsabilidad– de que Fidel
Castro es un instrumento en las manos de Dios para el establecimiento de su
Reino entre los hombres. Esto es aparte de que tenga o no una fe religiosa. La
historia bíblica está llena de ejemplos de hombres a quienes Dios utilizó en su
eterna sabiduría para asegurar su efectivo dominio de los acontecimientos
históricos. En la mayoría de los casos son hombres de fe, entregados por su
propia voluntad para que Dios les use como instrumentos idóneos. En otros casos
son los indiferentes (los que ahora llamaríamos agnósticos, librepensadores,
humanistas), así como también los que se rebelaron contra Dios; ¡y aún sus más
encarnizados enemigos! Para ofrecer sólo un ejemplo, el más extremo:
Nabucodonosor, rey de Babilonia, enemigo de Dios y de su pueblo escogido. En la
profecía de Jeremías se le llama "siervo
de Dios", porque en un momento dado de la historia de Israel, el mismo
Dios facilitó el triunfo de los ejércitos de Babilonia contra las huestes
israelíes, para enseñar al pueblo una lección de disciplina y de obediencia que
jamás olvidará. Si esto fue así con aquel enemigo del pueblo que fue
Nabucodonosor, ¿cómo no será con este gran amigo del pueblo que es Fidel
Castro?
Yo
creo que lo que Fidel Castro está logrando en Cuba hoy –y que fecundará toda la
América Latina– es precisamente aquello que Dios quiere para estos pueblos
olvidados: una oportunidad nueva para vivir decentemente y con dignidad. Un
Dios de amor –de un amor sin fronteras, como es el Dios de los cristianos– no
puede desear menos que eso para sus hijos. Pero él requiere de “instrumentos” de “siervos”, para la realización de tan sublime tarea. Fidel Castro
es uno de esos instrumentos, tenga él o no tenga una fe religiosa, reconózcalo
él o no en la intimidad de su conciencia.
Y de la Iglesia, ¿qué?
Se
habrá extrañado seguramente el lector de que hasta aquí yo no haya mencionado a
la Iglesia. Pues bien, lo haré, pero aclarando inmediatamente que no me
referiré a la Iglesia como "institución",
como organización, sino como pueblo de Dios. Al cabo, ese es el verdadero
concepto de la Iglesia: el de la multitud de los creyentes que adoran a un
mismo Dios y proclaman una misma fe.
Martin
Luther King, el famoso pastor bautista de Atlanta, líder en la lucha por los
derechos del negro sureño, y negro él mismo ha declarado recientemente: “No me causa tanto pavor el griterío de una
multitud enfurecida como el silencio de una Iglesia que se mantenga al margen
de estos problemas”. Y yo personalmente quisiera ver en los que se
preocupan –con toda razón por “la Iglesia
del silencio”, el mismo interés y la misma pasión en lo que toca al “silencio de la Iglesia”. Cuando la
Iglesia no orienta, no esclarece, no comparte, no protesta, no sufre, está
dejando de realizar su función profética, y se coloca ella misma bajo el juicio
de Dios.
A
veces –la más de las veces– Dios habla al Estado por medio de la Iglesia, pero
en ocasiones excepcionales es la Iglesia la que necesita un mensaje, y Dios usa
al Estado –entiéndase gobierno, pueblo no creyente, sucesos históricos– como
“instrumento” o “siervo”, como un canal de comunicación para que la Iglesia
entienda cuál es su misión y cuál debe ser su actitud en un momento dado de la
historia de un pueblo. Porque a veces la Iglesia-pueblo se acomoda tanto a la
Iglesia-institución que se olvida de que los cristianos están aquí para servir,
no para ser servidos. Y en este sentido creo también que Dios le está hablando
a la Iglesia cristiana de Cuba por medio de las transformaciones históricas que
aquí tienen asiento. Ahora es cuando la Iglesia está comenzando a entender su
tremenda responsabilidad social. ¿Cómo es posible que hayamos estado por tanto
tiempo ciegos a tanta miseria, sordos a tanto clamor, pasivos en medio de tanto
abuso y tanta explotación? A veces creo que Jesucristo mismo ha estado
repitiendo para la Iglesia cristiana de Cuba su amonestación de dos mil años
atrás: “Apartaos de mí, malditos, porque
tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber;
enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis...
Porque no lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, ni a mí
lo hicisteis”.
Pues
bien, esta Iglesia –con todas las limitaciones inherentes a cualquier
conglomerado humano– es la avanzada del Reino de Dios entre los hombres. Es por
eso que Jesucristo afirmó en una ocasión: “El
reino de Dios está en medio de vosotros”. El reino de Dios que ya está en
este mundo es la Iglesia, la multitud de los creyentes para quienes “el Señor reina”. Pero también Jesucristo
enseño a orar así: “Venga tu reino”.
Porque el reino de Dios no será una realidad última hasta que se sometan al
dominio de su voluntad todos los pueblos del orbe, “y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor”.
Tomado
de: Bohemia, año 52, no. 29, La Habana, 17 de julio de 1960.