Por: Jaime
Leygonier.
La Habana, de agosto, 2109. / La
novela de espionaje “El manifiesto negro”, de Frederick Forsyth, contiene
información sobre la sociedad rusa y sus instituciones en la etapa comunista y
en su proceso de decadencia y crisis durante su caída y después.
Como los seres humanos y los procesos sociales y métodos de poder son
similares en cualquier país, “nada hay
nuevo bajo la luz del sol” y “en
todas partes cuecen habas”, hay diferencias, pero muchas descripciones se
asemejan o coinciden exactamente con la vida en Cuba bajo el mismo sistema
totalitario y su crisis.
Y presenta un cuadro de la Iglesia en Rusia, que propongo al lector
creyente cubano para que juzgue el “parecido
de familia”:
“…/una Iglesia desmoralizada y denigrada intestinamente, perseguida y
corrompida desde el exterior.
Lenin, que aborrecía a los curas, comprendió ya en los primeros tiempos
que el comunismo sólo tenía un rival en el corazón y la mente de la enorme
masa del campesinado ruso, y decidió destruirlo. Empleando una brutalidad y
una corrupción sistemáticas, él y sus sucesores casi lo consiguieron. Pero
Lenin e incluso Stalin se resistieron a una exterminación completa del clero y
la Iglesia, temerosos de provocar una reacción que ni El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos,
abreviado como NKVD (НКВД, según su acrónimo
ruso), habría podido controlar.
Tras los primeros pogroms[1] con la
consabida quema de iglesias, robo de tesoros y ahorcamiento de curas, el
Politburó trató de acabar con la Iglesia a base de desacreditarla. Los
aspirantes de mayor inteligencia fueron proscritos de los seminarios, que estaban
controlados por el NKVD y posteriormente por el Comité para la Seguridad del
Estado, o más comúnmente KGB (en ruso KGB). Sólo los estudiantes más
aplicados de la periferia soviética —Moldavia en el oeste, Siberia en el este—
eran aceptados. El nivel educativo era bajo y la calidad del clero se fue
degradando.
La mayoría de las iglesias fueron cerradas dejando que se derruyeran.
Las que quedaban abiertas eran utilizadas básicamente por personas de edad
avanzada o provecta, es decir, gente inofensiva. Los sacerdotes que oficiaban
tenían que informar regularmente al KGB, convirtiéndose así en informadores
contra sus propios feligreses. Una persona joven que solicitase ser bautizada
era delatada por el sacerdote a quien se lo pedía. A raíz de eso se quedaría
sin su plaza de instituto o una oportunidad de entrar en la universidad, y sus
padres serían probablemente desahuciados de su piso.
Prácticamente nada escapaba al control del KGB. La casi totalidad del
clero, aun los no directamente implicados, quedó manchada por la sospecha
pública. Los defensores de la Iglesia señalaban que la alternativa era la
exterminación total y que, por tanto, mantener la Iglesia viva era un factor
más importante que todas las humillaciones.
Lo que el manso, tímido y retraído patriarca Alexei II heredó fue un
colegio de obispos impregnado de colaboracionismo con el Estado ateo, y un
clero pastoral desacreditado entre los fieles. Había excepciones, curas
ambulantes sin parroquia que predicaban y eludían el arresto, o no lo lograban
y eran enviados a los campos de trabajo. Había ascetas que se retiraban a los
monasterios para mantener viva la fe a base de oración y abnegación, pero
éstos casi nunca tenían contacto con las masas.
La secuela de la debacle comunista propició un gran renacimiento que
aspiraba a poner la Iglesia y la palabra del Evangelio nuevamente en el centro
de las vidas del pueblo ruso, tradicionalmente muy religioso.
En cambio fueron las confesiones nuevas, vigorosas, vibrantes y dispuestas
a predicar al pueblo allá donde éste vivía y trabajaba, las que experimentaron
la vuelta a la religión. Se multiplicaron los pentecostalistas y llegaron los
misioneros americanos —baptistas, mormones, adventistas del Séptimo Día—. La
reacción de la jefatura ortodoxa rusa fue implorar a Moscú que prohibiera los
cultos extranjeros.
Los defensores argumentaban que una profunda reforma de la jerarquía
ortodoxa era inviable porque los niveles inferiores eran también escoria. Los
sacerdotes procedentes del seminario tenían poco calibre, empleaban el lenguaje
arcaico de las Escrituras, eran pedantes o excesivamente didácticos en sus
sermones y no sabían hablar en público de forma no dogmática. Sus sermones tenían
audiencias escasas y muy entradas en años.
La oportunidad perdida fue enorme, pues mientras el materialismo
dialéctico había resultado un falso dios y la democracia capitalista no
satisfacía al cuerpo, por no hablar del alma, la apetencia de comodidades por
parte del pueblo era profunda. En vez de enviar a sus mejores predicadores a
tareas misioneras, de proselitismo y divulgación de la palabra de Dios, decían
los críticos, la Iglesia ortodoxa permaneció encerrada en los obispados, monasterios
y seminarios esperando al pueblo. Pocos acudieron.”
[1]
Un pogromo (del ruso погром, pogrom: «devastación») consiste en el linchamiento
multitudinario, espontáneo o premeditado, de un grupo particular, étnico,
religioso u otro, acompañado de la destrucción o el expolio de sus bienes
(casas, tiendas, centros religiosos, etcétera).
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