agosto 10, 2019

Iglesia bajo el totalitarismo. Paralelo entre la Rusia Soviética y Cuba.


Por: Jaime Leygonier.
La Habana,  de agosto, 2109. / La novela de espionaje “El manifiesto negro”, de Frederick Forsyth, contiene información sobre la sociedad rusa y sus instituciones en la etapa comunista y en su proceso de decadencia y crisis durante su caída y después.
Como los seres humanos y los procesos sociales y métodos de poder son similares en cualquier país, “nada hay nuevo bajo la luz del sol” y “en todas partes cuecen habas”, hay diferencias, pero muchas descripciones se asemejan o coinciden exactamente con la vida en Cuba bajo el mismo sistema totalitario y su crisis.
Y presenta un cuadro de la Iglesia en Rusia, que propongo al lector creyente cubano para que juzgue el “parecido de familia”:
“…/una Iglesia desmoralizada y denigrada intestinamente, perseguida y corrompida desde el exterior.
Lenin, que aborrecía a los curas, comprendió ya en los pri­meros tiempos que el comunismo sólo tenía un rival en el cora­zón y la mente de la enorme masa del campesinado ruso, y deci­dió destruirlo. Empleando una brutalidad y una corrupción sistemáticas, él y sus sucesores casi lo consiguieron. Pero Lenin e incluso Stalin se resistieron a una exterminación completa del clero y la Iglesia, temerosos de provocar una reacción que ni  El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, abreviado como NKVD (НКВД, según su acrónimo ruso), habría podido controlar.
Tras los primeros pogroms[1] con la consabida quema de iglesias, robo de tesoros y ahorcamiento de curas, el Politburó trató de acabar con la Iglesia a base de de­sacreditarla. Los aspirantes de mayor inteligencia fueron proscritos de los seminarios, que esta­ban controlados por el NKVD y posteriormente por el Comité para la Seguridad del Estado, o más comúnmente KGB (en ruso KGB). Sólo los estudiantes más aplicados de la periferia soviética —Mol­davia en el oeste, Siberia en el este— eran aceptados. El nivel edu­cativo era bajo y la calidad del clero se fue degradando.
La mayoría de las iglesias fueron cerradas dejando que se derruyeran. Las que quedaban abiertas eran utilizadas básicamen­te por personas de edad avanzada o provecta, es decir, gente ino­fensiva. Los sacerdotes que oficiaban tenían que informar regu­larmente al KGB, convirtiéndose así en informadores contra sus propios feligreses. Una persona joven que solicitase ser bautizada era delatada por el sacerdote a quien se lo pedía. A raíz de eso se quedaría sin su plaza de instituto o una oportunidad de entrar en la universidad, y sus padres serían probablemente desahuciados de su piso.
Prácticamente nada escapaba al control del KGB. La casi totalidad del clero, aun los no directamente implicados, quedó manchada por la sospecha pública. Los defensores de la Iglesia señalaban que la alternativa era la exterminación total y que, por tanto, mantener la Iglesia viva era un factor más importante que todas las humillaciones.
Lo que el manso, tímido y retraído patriarca Alexei II heredó fue un colegio de obispos impregnado de colaboracionismo con el Estado ateo, y un clero pastoral desacreditado entre los fieles. Había excepciones, curas ambulantes sin parroquia que pre­dicaban y eludían el arresto, o no lo lograban y eran enviados a los campos de trabajo. Había ascetas que se retiraban a los mo­nasterios para mantener viva la fe a base de oración y abnegación, pero éstos casi nunca tenían contacto con las masas.
La secuela de la debacle comunista propició un gran renaci­miento que aspiraba a poner la Iglesia y la palabra del Evangelio nuevamente en el centro de las vidas del pueblo ruso, tradicionalmente muy religioso.
En cambio fueron las confesiones nuevas, vigorosas, vibrantes y dispuestas a predicar al pueblo allá donde éste vivía y trabajaba, las que experimentaron la vuelta a la religión. Se multiplicaron los pentecostalistas y llegaron los misioneros americanos —baptistas, mormones, adventistas del Séptimo Día—. La reac­ción de la jefatura ortodoxa rusa fue implorar a Moscú que prohibiera los cultos extranjeros.
Los defensores argumentaban que una profunda reforma de la jerarquía ortodoxa era inviable porque los niveles inferiores eran también escoria. Los sacerdotes procedentes del seminario tenían poco calibre, empleaban el lenguaje arcaico de las Escritu­ras, eran pedantes o excesivamente didácticos en sus sermones y no sabían hablar en público de forma no dogmática. Sus sermo­nes tenían audiencias escasas y muy entradas en años.
La oportunidad perdida fue enorme, pues mientras el mate­rialismo dialéctico había resultado un falso dios y la democracia capitalista no satisfacía al cuerpo, por no hablar del alma, la ape­tencia de comodidades por parte del pueblo era profunda. En vez de enviar a sus mejores predicadores a tareas misioneras, de pro­selitismo y divulgación de la palabra de Dios, decían los críticos, la Iglesia ortodoxa permaneció encerrada en los obispados, mo­nasterios y seminarios esperando al pueblo. Pocos acudieron.”
Algunas citas fueron tomadas del libro “El manifiesto negro “de Frederick Forsyth  en: http://www.librodot.com


[1] Un pogromo (del ruso погром, pogrom: «devastación») consiste en el linchamiento multitudinario, espontáneo o premeditado, de un grupo particular, étnico, religioso u otro, acompañado de la destrucción o el expolio de sus bienes (casas, tiendas, centros religiosos, etcétera).

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