Hace algunos días la noticia ocupó
el espacio del noticiero de la tarde. De manera que les contaré la historia tal y como la escuché
de la locutora, sin saber, -como sucede con toda historia contada en la
televisión-, cuanto hay de antecedentes aparentes y cuanto hay de prolongación
de la historia.
El Este de la ciudad es una
zona que produce a quien la recorre una sensación de abandono, de algo que fue
y que se va terminando lentamente. Hay un evidente espacio dejado, de casas marchitadas
e iglesias que resisten. En los domingos el ir y venir en la mañana a los
servicios religiosos le imprimen a los templos cierto sentido de permanencia.
En general se percibe, malandanza y dejadez.
El Este de la ciudad esta limitado por dos
grandes autopistas y de sur a norte otra autopista lo cruza; tiene las
facilidades propias de una ciudad, pero nada de esto le favorece. Lejos están
los días en que sus vecindarios fueron diversos y animados; dispuestos al progreso y el bienestar. Es un vecindario
donde los afroamericanos y los hispanos pujan por permanecer dentro de sus
aspiraciones, vicios y estrecheces. Cuando cae la noche, salvo en algunos
puntos de las esquinas marcados por los servicentros o estaciones de gas, todo lo demás es un
silencio como de consternación. Algunas personas que deambulan en las
estaciones de gasolina son como visiones desdibujados en un escenario sombrío.
La señora K. había
establecido su puesto de ventas de Donas en éste vecindario; de origen asiático
mostraba ese empuje que caracteriza a una raza paciente y laboriosa. Esa mañana
no sabía los eventos que se sobrevendrían.
Ya al mediodía y con algo del
cansancio propio de una media jornada de trabajo en su negocio donde lo era
todo, la señora K. vio con sorpresa como un joven negro, - lo siento-, quise decir afroamericano, llegó al negocio
armado de una pistola con la que encañonó a la señora K. exigiéndole que le entregara
el dinero. La amenazó con matarla, a lo que la señora K. le respondió con resignación,
y tan vez con fe nada fingida, que si así
lo hacia ella iría mas rápido para el Cielo. Olvido la señora K. que él
mismo que aquí en la tierra nos habló del Cielo, recomendaba que fuéramos
compasivos y que si alguien nos demandaba algo pues debíamos de dárselo, hasta más
de lo que pedía. Pero no, ella no estaba dispuesta a entregarle al joven la
escasa recaudación del día.
Quién sabe la motivaciones
que llevaron al joven a adoptar esta actitud criminal y exigir los bienes que
no le eran suyos. Sabemos de la vida de indigencia, maldad y marginalidad en
que viven muchos en estas barriadas; aunque nada justifica que anden exigiendo
lo que es de otro a punta de pistola. Muchas veces buscan este dinero para dar rienda
suelta a sus vicios y a la vida de disipación y vilezas en la que están sumergidos.
Él joven apenas tenia unos 23 años, así
que juzguen ustedes cuando andaban por esa edad o miren a su alrededor si
alguno de sus hijos o nietos andan por esta edad.
Todo parece indicar que más
que agresividad y enojo, el joven afroamericano amenazaba a la resignada
asiática con la pistola mostrando más que nada, turbación y nerviosismo. Esto
fue aprovechado por la Señora K. para
salir de su negocio de ventas de Donas hasta unos apartamentos cercanos a su
negocio. Fue a pedir ayuda, esa ayuda lógica que seria procurar que alguien
llamara a la policía. Pero no fue así.
En los apartamentos encontró
a un vecino que oyendo los descargos de la señora K. a quién conocía desde que
estableció su negocio hacia algunos años, entró a su casa y sin mediar palabras, tomo una escopeta y salió rápido hacia
el lugar de ventas de Donas. Allí estaba el joven que se negaba a fracasar en
su intento de asalto, el vecino apunto al pecho del joven y le disparó dos
tiros a quemarropa. En el suelo quedo tendido el joven, después de una breve convulsión
que auguraba una muerte tan expeditiva como los hechos alígeros que se
sucedieron. No sabemos si el joven, al llegar el vecino armado, le amenazó con
la pistola que tenia.
La vida de un joven de apenas
23 años había acabado ante la vista de la señora K. y del diligente vecino que
hizo los disparos. Algunos transeúntes y vecinos ya habían llegado a la escena,
y la policía no se hizo esperar.
Las primeras declaraciones
del oficial de la policía pudieron ser sobrecogedoras, pero no lo fueron: la pistola del joven asaltante era de juguete.
Aún así, al vecino devenido en imprevisto justiciero, no se le presentarían cargos.
No hay muertes inciertas, ni vidas justificadas,
leo en una frase que tengo anotada muy cerca de donde escribo ahora esta breve
narración; tan breve como la vida del joven ultimado. Nada puedo agregar a
cuanto hay de cierto en la contingencia de
la muerte, como en la justificación de la vida. Por lo pronto esto fue lo que ocurrió en el Este de la ciudad y aquí
se los dejo.
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