Mar Velasco
No quieren ser noticia, pero lo son más que nunca. Viven
en oración, buscan la soledad y el silencio y huyen de cualquier tipo de
publicidad. Seres atípicos que caminan en sentido contrario a la sociedad de
las masas, de la comunicación, del colectivismo; ocultos para el resto del
mundo, pero vivos para la Iglesia y para Dios, que sí sabe de ellos. Debido a
su discreción, es casi imposible censarlos. No son los silenciosos monjes cartujos,
ni siquiera los estrictos camaldulenses. Son los nuevos ermitaños, un fenómeno
en alza, por extraño que parezca.
Desde los años 90 los ermitaños viven una renovada
progresión, lenta, pero indiscutible. Muchos de ellos habitan en lugares
apartados, pero desde hace unos años ha surgido un nuevo modo de vivir la
vocación de la soledad: el eremitismo urbano. El ermitaño «metropolitano»
vive su particular «fuga mundi» en los núcleos urbanos. Escribía hace
poco al respecto el periodista Vittorio Messori: «La gran ciudad es el
verdadero lugar de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los
nuevos demonios». Según Messori, «la del ermitaño es una auténtica
vocación, ¿una llamada que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera
comunitaria, ?social?? que ha echado a perder muchos ambientes religiosos. Este
exceso ha llevado a muchos a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del
silencio».
El profesor Isacco Turina, sociólogo de la Universidad de
Bolonia, ha llevado a cabo un estudio sobre los «nuevos ermitaños», e
hipnotiza -a pesar de lo difícil que resulta censarlos- sobre el número de «100
o 200 personas que puedan definirse en Italia como ermitaños católicos a tiempo
completo, viviendo solos o en grupos de dos», aparte de un número
considerable de «novicios» o aprendices. Turina comenzó su búsqueda en 2003: «Ha
sido un problema encontrarlos y entrevistarlos», asegura, «son extraños,
huyen, se esconden, a veces incluso rechazan el contacto». El estudioso ha
encontrado al fin a unos cincuenta, 37 de los cuales ha aceptado una
entrevista. En ellas se descubre que no quieren móvil, («Dios tiene el poder
para hacerme vivir o morir si caigo enfermo»), ni coche («Es una pérdida de
tiempo»), que algunos se reconocen clientes del supermercado («Es el único
momento en que saludo a las personas, me piden que rece por algún familiar, y
además, así saben que existo no solo para mí, sino también para ellos»), y que
otros ni siquiera lo pisan («No tengo dinero, nadie me paga por rezar, pero
confío en Dios y nunca voy a comprar para comer, vivo de limosna…»).
En España, también. La proverbial discreción del
anacoreta se cumple en los dos eremitorios conocidos en España, los únicos
registrados en la Comisión para la Vida Consagrada de la Conferencia Episcopal.
Ambos se encuentran en Baleares y resultan difícilmente accesibles. Al menos,
telefónicamente. El primero es el de la ermita de Belén, en la localidad
mallorquina de Artá. Tras varios intentos, el hermano que contesta al teléfono
pide que no se les dé publicidad: «Somos de vida oculta, no dudo de su buena voluntad,
pero no queremos hablar sobre nosotros, espero que lo comprenda». Explica que
todos en el eremitorio son frailes, y que para entrar allí han tenido que pedir
permiso a su superior. Le pido que al menos nos diga cuántos hermanos son. «Somos
los que Dios quiere…» responde, dando por zanjada la conversación. La
ermita de la Santísima Trinidad, en Valldemosa, la habita la Congregación de
Ermitaños de San Pablo y San Antonio. El hermano que responde al teléfono tiene
un marcado acento extranjero. De nuevo pide que se les respete su intimidad y
su opción de vida, apartados del mundo. Se trata de una congregación diocesana
que ha pedido permiso para vivir retirados: “Somos pequeñas comunidades»,
explica, sin dar referencia de número. Hace tiempo existían algunos ermitaños
en Cataluña, pero nadie sabe nada de ellos. Quizá también allí siguen viviendo
en la felicidad más radical posible.
7 junio 2006
Fuente: Redes Cristianas.
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