Por: Eloy A González.*
Son cerca de las 3 de la tarde del día 27 de noviembre, hace apenas 48 horas que he sufrido un ataque cardiaco (Heart attack) cuando me encontraba en un desagradable cuarto de un Hostal en Ciudad Victoria, México. El acercamiento con la muerte aún me mantiene con una sensación de expectación y sobrecogimiento, después de pasar las primeras horas recuperándome en una Sala de Terapia intensiva.
La Sala de Terapia del Hospital Civil, esta muy iluminada, sigo atento el ir y venir de las enfermeras; experimento una rara impresión de que debo mantenerme en una vigilia que es casi como un don de vida. Han puesto una sabana en la división de cristal entre la Estación de Enfermería y mi cama, que es la más próxima. Lo hacen para que no me moleste la luz.
Trato de descansar. La enfermera me insiste que no debo cruzar las piernas, estoy agotado y angustiado. En cada brazo una venoclisis me fastidia y me mantiene casi inmóvil. El grueso y apretado vendaje que han puesto en mi antebrazo izquierdo me produce un dolor punzante, ahí esta para evitar un sangramiento después del difícil procedimiento de insertar un catéter. Orino en un recipiente azul que yo mismo me coloco cuando, con dificultad, logro moverme hacia el lado derecho. Supero el difícil trance de defecar en la cama inerte sobre aquel recipiente de frio metal que suspende mis nalgas. Siento un raro ardor en el abdomen por las múltiples inyecciones que me han puesto alrededor del ombligo.
Estoy sucio y demacrado. Un día antes del evento que me ha traído a esta Sala, el quebranto y la dejadez se hicieron síntomas premonitorios del ataque cardiaco que más tarde sufriría. No me había bañado ni afeitado en 4 días. De manera que tenía la suciedad de esos días de enfermedad, inmovilidad y cercanía al sepulcro.
Las enfermeras se han reunido para tomar una merienda y conversan de forma animada. Allí están jóvenes y vivaces hablando y haciendo planes sobre las cercanas Navidades. Se habla de fiestas , de viajes, de encuentros familiares. También hablan de compras . Hay alegría en sus palabras. Se acerca la Navidad, nada mejor que sentirse feliz. Y así hacen.
Han llegado dos de ellas, siempre cordiales y diligentes, me preparan para un baño en cama. Una viene sonriendo con una maquina de afeitar, y me dice “que ya esta lista para pasarme un rastrillo por la cara”. No se equivoca, pero la insuficiente máquina de rasurar en manos tan delicadas hace del acto algo agradable. Lavan con cuidado mi cabello y hacen del baño un momento placentero para un enfermo grave. Frotan con delicado cuidado la espalda y me visten despacio, mientras acompañan cada movimiento con palabras amables.
En un estado así, la certeza de pobreza, invalidez y dependencia es tan real, como la certidumbre de que la vida ha tomado un nuevo giro. La contrariedad y la pérdida de toda esperanza se hacen ostensibles.
En estas últimas 48 horas y en las horas que estaban por llegar. En medio del desánimo, la soledad, la enfermedad y la proximidad de la muerte; sólo me quedaba el gesto sencillo pero convincente de virarme hacia un lado, como quien busca compañía, y hacer una y otra vez esta simple pregunta: Dios….., ¿estas ahí?.
La enfermera L. ha llegado hasta mi cama, viene con las pastillas y un pequeño vaso de agua, sin esperarlo le lanzo la pregunta: ¿Que, ya pusiste el pino? Se ve sorprendida por mi pregunta, y es que en México así se refieren a poner el árbol de Navidad. No, me dice rápido, no pienso poner el pino esta Navidad. No me interesa y no quiero esta Navidad.
Estoy sorprendido con su respuesta. ¿Que no quieres de la Navidad?, le pregunto. “La Navidad sólo es para los que tienen, la gente solo piensa en comprar, la sola idea de ver tantas gentes pobre que nunca tienen nada. No, no me interesa’, termina diciéndome para irse rápido hacia la Estación de Enfermería.
Me quedo pensando, si algo tengo es tiempo para pensar. Los recuerdos me vienen como un torbellino y pasan por mi mente las Navidades de tantos años, pero sobre todo, las de los últimos años después de salir de Cuba hacia el Exilio. Me pregunto: ¿Que Navidad tendré este año?, y la realidad de la grave enfermedad que hoy me aflige me llena de pavor.
Ya las enfermeras se alistan para terminar el turno de trabajo. Con un ademan, llamo a la enfermera L., sí ésta que ya no quiere la Navidad. Viene con el rostro cansado por las horas de trabajo y el tedio de la labor agotadora.
Sabes, le digo, como tu no quieres la Navidad, he pensado en algo mejor. ¡Regálame tú Navidad!, al fin de cuentas tú no la quieres y yo estoy metido en este mi lecho de enfermo. ¡Regálamela! ¡Hay Doc., como se le ocurre!, me dice mientas su semblante se hace como de luz y desaparece lo sombrío de su mirada.
Da media vuelta y se va, su rostro pleno de dicha le acompaña.
*Physician and Freelancer writer. E-mail: eloy_gnzlz@yahoo.com
© 2007
Son cerca de las 3 de la tarde del día 27 de noviembre, hace apenas 48 horas que he sufrido un ataque cardiaco (Heart attack) cuando me encontraba en un desagradable cuarto de un Hostal en Ciudad Victoria, México. El acercamiento con la muerte aún me mantiene con una sensación de expectación y sobrecogimiento, después de pasar las primeras horas recuperándome en una Sala de Terapia intensiva.
La Sala de Terapia del Hospital Civil, esta muy iluminada, sigo atento el ir y venir de las enfermeras; experimento una rara impresión de que debo mantenerme en una vigilia que es casi como un don de vida. Han puesto una sabana en la división de cristal entre la Estación de Enfermería y mi cama, que es la más próxima. Lo hacen para que no me moleste la luz.
Trato de descansar. La enfermera me insiste que no debo cruzar las piernas, estoy agotado y angustiado. En cada brazo una venoclisis me fastidia y me mantiene casi inmóvil. El grueso y apretado vendaje que han puesto en mi antebrazo izquierdo me produce un dolor punzante, ahí esta para evitar un sangramiento después del difícil procedimiento de insertar un catéter. Orino en un recipiente azul que yo mismo me coloco cuando, con dificultad, logro moverme hacia el lado derecho. Supero el difícil trance de defecar en la cama inerte sobre aquel recipiente de frio metal que suspende mis nalgas. Siento un raro ardor en el abdomen por las múltiples inyecciones que me han puesto alrededor del ombligo.
Estoy sucio y demacrado. Un día antes del evento que me ha traído a esta Sala, el quebranto y la dejadez se hicieron síntomas premonitorios del ataque cardiaco que más tarde sufriría. No me había bañado ni afeitado en 4 días. De manera que tenía la suciedad de esos días de enfermedad, inmovilidad y cercanía al sepulcro.
Las enfermeras se han reunido para tomar una merienda y conversan de forma animada. Allí están jóvenes y vivaces hablando y haciendo planes sobre las cercanas Navidades. Se habla de fiestas , de viajes, de encuentros familiares. También hablan de compras . Hay alegría en sus palabras. Se acerca la Navidad, nada mejor que sentirse feliz. Y así hacen.
Han llegado dos de ellas, siempre cordiales y diligentes, me preparan para un baño en cama. Una viene sonriendo con una maquina de afeitar, y me dice “que ya esta lista para pasarme un rastrillo por la cara”. No se equivoca, pero la insuficiente máquina de rasurar en manos tan delicadas hace del acto algo agradable. Lavan con cuidado mi cabello y hacen del baño un momento placentero para un enfermo grave. Frotan con delicado cuidado la espalda y me visten despacio, mientras acompañan cada movimiento con palabras amables.
En un estado así, la certeza de pobreza, invalidez y dependencia es tan real, como la certidumbre de que la vida ha tomado un nuevo giro. La contrariedad y la pérdida de toda esperanza se hacen ostensibles.
En estas últimas 48 horas y en las horas que estaban por llegar. En medio del desánimo, la soledad, la enfermedad y la proximidad de la muerte; sólo me quedaba el gesto sencillo pero convincente de virarme hacia un lado, como quien busca compañía, y hacer una y otra vez esta simple pregunta: Dios….., ¿estas ahí?.
La enfermera L. ha llegado hasta mi cama, viene con las pastillas y un pequeño vaso de agua, sin esperarlo le lanzo la pregunta: ¿Que, ya pusiste el pino? Se ve sorprendida por mi pregunta, y es que en México así se refieren a poner el árbol de Navidad. No, me dice rápido, no pienso poner el pino esta Navidad. No me interesa y no quiero esta Navidad.
Estoy sorprendido con su respuesta. ¿Que no quieres de la Navidad?, le pregunto. “La Navidad sólo es para los que tienen, la gente solo piensa en comprar, la sola idea de ver tantas gentes pobre que nunca tienen nada. No, no me interesa’, termina diciéndome para irse rápido hacia la Estación de Enfermería.
Me quedo pensando, si algo tengo es tiempo para pensar. Los recuerdos me vienen como un torbellino y pasan por mi mente las Navidades de tantos años, pero sobre todo, las de los últimos años después de salir de Cuba hacia el Exilio. Me pregunto: ¿Que Navidad tendré este año?, y la realidad de la grave enfermedad que hoy me aflige me llena de pavor.
Ya las enfermeras se alistan para terminar el turno de trabajo. Con un ademan, llamo a la enfermera L., sí ésta que ya no quiere la Navidad. Viene con el rostro cansado por las horas de trabajo y el tedio de la labor agotadora.
Sabes, le digo, como tu no quieres la Navidad, he pensado en algo mejor. ¡Regálame tú Navidad!, al fin de cuentas tú no la quieres y yo estoy metido en este mi lecho de enfermo. ¡Regálamela! ¡Hay Doc., como se le ocurre!, me dice mientas su semblante se hace como de luz y desaparece lo sombrío de su mirada.
Da media vuelta y se va, su rostro pleno de dicha le acompaña.
*Physician and Freelancer writer. E-mail: eloy_gnzlz@yahoo.com
© 2007
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