“Sunt peccata quae clamant ad caelum.”
Mientras todos se preparan para celebrar la Navidad, mi
corazón se ensombrece. Cuba sigue atada, sometida a ídolos de barro que
gobiernan mediante la manipulación y el miedo, extendiendo su mano incluso
contra quienes confiesan a Cristo. Es una noche larga que clama por un amanecer
nuevo. Y, sin embargo, en medio de esa oscuridad, resuena la promesa del Señor:
“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no
permanezca en tinieblas.” Que ese resplandor disipe el temor y rompa las
cadenas de toda opresión, porque la Palabra que juzga es la misma que salva, y
Su mandato es, irrevocablemente, la Vida.
Llegamos a la Navidad cargados de expectativas: para
nosotros mismos, para quienes amamos, para nuestras comunidades. Esta temporada
parece subrayar el desorden, y descubro que cuanto más me acerco al pesebre,
más deshecho me encuentro. No podemos escondernos de la Luz que insiste en
abrazar incluso las zonas más oscuras del corazón. No podemos huir de un Dios
que lo arriesgó todo para restaurarnos, que nunca deja de perseguirnos, que
nunca deja de entrar en nuestras ruinas.
Somos humanos, y tratamos de recomponer las piezas para
evitar que el corazón vuelva a romperse. Pero cuando decimos “sí” a algo más
grande que nosotros, nuestros planes dejan de ser el centro. Debemos permitir
que Él los altere, adorarlo en lo inesperado y dejarnos deshacer: lo que
creíamos saber, lo que pensábamos de Él, lo que pensábamos de nosotros mismos.
Algunas de las adoraciones más profundas nacen en el
lugar de la destrucción. Ese espacio donde las puertas de la posada permanecen
cerradas y, de pronto, nos encontramos en un establo. Cuando todo lo seguro
desaparece y lo recibido parece no tener sentido. Allí, donde no vemos razones
para confiar, la adoración nos permite respirar, mirar atrás y reconocer Su
fidelidad. Las respuestas quizá no estén, pero Él sí. Y si Él está, ese es el
lugar más seguro para llorar, para soltar, para quedarse en el lío. Él tampoco
rehuyó el caos.
Hay un poder misterioso en la alabanza que se eleva entre
lágrimas; por eso se llama sacrificio. Así que dejémonos deshacer como el papel
de regalo tras abrir el don. Nada que ocultar, nada que retener, a los pies del
Niño en el pesebre.
La Navidad es el Dios que trastoca nuestros planes y hace
lo inesperado, desarmando nuestras expectativas y nuestras imágenes demasiado
pulcras de Él. No es una emoción ni una obligación de alegría. Si no sentimos
la urgencia de “necesitar un poco de Navidad ahora mismo”, respiremos. La
Navidad no exige entusiasmo, sino apertura.
Quizás la mejor manera de entrar en ella no sea
presentarnos perfectos, sino llegar con el desorden en las manos y
entregárselo. Él quiere estar presente en el caos de lo desconcertante.
Dejémonos llevar por la sencillez del establo, confiando en que todo está bien
hecho antes de que podamos verlo. Venid al pesebre: no hay mejor momento para
adorar que cuando estamos deshechos. Donde Él está, hay paz más allá de las
circunstancias.
He hablado de distanciamiento y no de separación, porque
aunque a veces estemos lejos unos de otros, seguimos siendo parte del mismo
cuerpo, del mismo rebaño, de la misma vid. Una mano puede estar cerca de otra o
tan lejos como el pie de la cabeza, pero sigue siendo cuerpo. Los pámpanos no
siempre están juntos, pero mientras no sean cortados, permanecen unidos a la
vid. Las ovejas cambian de redil, pero el Pastor es el mismo. Lo esencial no es
la cercanía física, sino la conexión con la Fuente que sostiene, nutre y da
fruto.
Que en esta Navidad, la Luz que vino al mundo para que
nadie permanezca en tinieblas ilumine nuestras heridas, fortalezca nuestra
unidad, disipe el miedo y rompa toda cadena.
Porque la Palabra que juzga es la misma que salva. Y Su
mandato es, irrevocablemente, la Vida.
Recopilación y notas de Eloy A González [20 de diciembre de 2025]
Nota: Esta entrada puede leerse en el Blog Religión en Revolución

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