diciembre 20, 2025

Una Navidad que es imprescindible para un país en crisis, una iglesia lastimada, y una búsqueda de la luz salvadora.

 “Sunt peccata quae clamant ad caelum.”

Mientras todos se preparan para celebrar la Navidad, mi corazón se ensombrece. Cuba sigue atada, sometida a ídolos de barro que gobiernan mediante la manipulación y el miedo, extendiendo su mano incluso contra quienes confiesan a Cristo. Es una noche larga que clama por un amanecer nuevo. Y, sin embargo, en medio de esa oscuridad, resuena la promesa del Señor: “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas.” Que ese resplandor disipe el temor y rompa las cadenas de toda opresión, porque la Palabra que juzga es la misma que salva, y Su mandato es, irrevocablemente, la Vida.

Llegamos a la Navidad cargados de expectativas: para nosotros mismos, para quienes amamos, para nuestras comunidades. Esta temporada parece subrayar el desorden, y descubro que cuanto más me acerco al pesebre, más deshecho me encuentro. No podemos escondernos de la Luz que insiste en abrazar incluso las zonas más oscuras del corazón. No podemos huir de un Dios que lo arriesgó todo para restaurarnos, que nunca deja de perseguirnos, que nunca deja de entrar en nuestras ruinas.


He comprendido que no estoy solo en la tensión de los planes trastocados y las realidades inesperadas. Quizás eso sea, precisamente, la Navidad: el lugar donde lo inesperado se convierte en espacio de revelación. Todo comenzó con un simple “sí” antes de las respuestas, antes de entender el plan. María conocía a su Padre, y eso bastaba. Su “sí” no eliminó las dificultades, pero abrió la puerta a la fidelidad de Dios. Cuando Él nos invita a la novedad, no nos pide certezas sobre el “cómo”, sino confianza en el “Quién”.

Somos humanos, y tratamos de recomponer las piezas para evitar que el corazón vuelva a romperse. Pero cuando decimos “sí” a algo más grande que nosotros, nuestros planes dejan de ser el centro. Debemos permitir que Él los altere, adorarlo en lo inesperado y dejarnos deshacer: lo que creíamos saber, lo que pensábamos de Él, lo que pensábamos de nosotros mismos.

Algunas de las adoraciones más profundas nacen en el lugar de la destrucción. Ese espacio donde las puertas de la posada permanecen cerradas y, de pronto, nos encontramos en un establo. Cuando todo lo seguro desaparece y lo recibido parece no tener sentido. Allí, donde no vemos razones para confiar, la adoración nos permite respirar, mirar atrás y reconocer Su fidelidad. Las respuestas quizá no estén, pero Él sí. Y si Él está, ese es el lugar más seguro para llorar, para soltar, para quedarse en el lío. Él tampoco rehuyó el caos.

Hay un poder misterioso en la alabanza que se eleva entre lágrimas; por eso se llama sacrificio. Así que dejémonos deshacer como el papel de regalo tras abrir el don. Nada que ocultar, nada que retener, a los pies del Niño en el pesebre.

La Navidad es el Dios que trastoca nuestros planes y hace lo inesperado, desarmando nuestras expectativas y nuestras imágenes demasiado pulcras de Él. No es una emoción ni una obligación de alegría. Si no sentimos la urgencia de “necesitar un poco de Navidad ahora mismo”, respiremos. La Navidad no exige entusiasmo, sino apertura.

Quizás la mejor manera de entrar en ella no sea presentarnos perfectos, sino llegar con el desorden en las manos y entregárselo. Él quiere estar presente en el caos de lo desconcertante. Dejémonos llevar por la sencillez del establo, confiando en que todo está bien hecho antes de que podamos verlo. Venid al pesebre: no hay mejor momento para adorar que cuando estamos deshechos. Donde Él está, hay paz más allá de las circunstancias.

He hablado de distanciamiento y no de separación, porque aunque a veces estemos lejos unos de otros, seguimos siendo parte del mismo cuerpo, del mismo rebaño, de la misma vid. Una mano puede estar cerca de otra o tan lejos como el pie de la cabeza, pero sigue siendo cuerpo. Los pámpanos no siempre están juntos, pero mientras no sean cortados, permanecen unidos a la vid. Las ovejas cambian de redil, pero el Pastor es el mismo. Lo esencial no es la cercanía física, sino la conexión con la Fuente que sostiene, nutre y da fruto.

Que en esta Navidad, la Luz que vino al mundo para que nadie permanezca en tinieblas ilumine nuestras heridas, fortalezca nuestra unidad, disipe el miedo y rompa toda cadena.

Porque la Palabra que juzga es la misma que salva. Y Su mandato es, irrevocablemente, la Vida.

Recopilación y notas de Eloy A González [20 de diciembre de 2025]

Nota: Esta entrada puede leerse en el Blog Religión en Revolución

 

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