Mi madre contrajo la deuda a nombre mío, y horas después me puso al corriente de ella. Me dijo:
- Le prometí a la Virgen que irías hoy a su despedida. A las siete de la noche se la llevan a otra comunidad, así que no demores mucho en ir.
Por un iluso segundo pretendí evadir la obligación. Pretendí decir, por ejemplo: “Ya tengo un compromiso, no me avisaste con tiempo”, pero desistí de inmediato. Hay ciertos pedidos de las madres que, aunque camuflados como tiernos, tienen mucho de militar. Se cumplen, y luego se discuten.
Así que allá me fui, a la parroquia de San Juan Bosco en mi Bayamo de anochecer, dócil ante una deuda que no contraje, y que no tenía demasiado interés en saldar: jamás lo había confesado, ni siquiera lo había querido asumir de forma consciente, pero desde abril del 2009 experimentaba algo parecido a un vago rencor por la Virgen de la Caridad.
Un familiar a quien en vida quise con delirio fue asesinado por dos salvajes que también, de paso, arrasaron por siempre con un pedazo de mi alegría. En el momento de morir como lo hacían los peores criminales en tiempos de Cristo, apedreado, mi tío, paradigma de las mejores virtudes de mi sangre, llevaba a la Virgen en una estampa en su billetera, y en un dije de oro colgándole al cuello.
Yo, espiritual por definición pero racionalista y ateo de crianza, en lo adelante no conseguí pensar en la deidad nacional con el mismo respeto afectivo.
Entonces, ¿qué despedida era aquella a la que mi madre me enviaba? Se trataba del adiós de los bayameses a la réplica de la Virgen de la Caridad del Cobre que desde agosto de este año recorre todas las provincias del país. La principal acción con que la Iglesia Católica ha querido rendir tributo a la Patrona de Cuba, con motivo de los cuatrocientos años -a conmemorarse en 2012- de su aparición en la Bahía de Nipe.
Según la leyenda, esta Virgen pequeñita apareció en medio de una tormenta febril, flotando entre las olas, para amparar a tres desvalidos pescadores que no tenían más opción que encomendarse al cielo. Algunos dicen que la imagen tallada naufragó desde el barco que la transportaba, y eso explica su aparición en el agua. Otros hablan de designios divinos.
Lo cierto es que aconteció en 1612, y desde entonces la Virgen de la Caridad del Cobre es la deidad religiosa que identifica a los cubanos, es la patrona de la nación, y ostenta otro título más glorioso aún: se la nombra la Virgen Mambisa. Nuestros patriotas del siglo XIX la llevaron a sus campamentos, y la veneraron en medio del fuego enemigo.
Se bordaban la imagen en las mangas de las camisas; le daban gracias por regresar vivos de la batalla contra los españoles. Entonces, conmemorando sus cuatro siglos, las autoridades eclesiásticas tomaron una réplica de la original (custodiada celosamente en el Cobre santiaguero) y se la presentan a los cubanos todos.
Había arribado a mi ciudad unos días antes, proveniente de Holguín. Según testimonios de amigos, el recibimiento de los bayameses –similar al de otras urbes- fue realmente apoteósico. Se habla de veinte mil personas siguiéndola entre calles intransitables, y de misas desbordantes en humildes parroquias. Ahora proseguía su viaje.
Dos cuadras antes de la iglesia San Juan Bosco se me hizo complicado avanzar. Ni el frío anómalo para una cálida región, ni el anochecer apresurado impidieron que otros miles de devotos acudieran a verla partir.
Este contacto más personal, más intimista, con la depositaria de una fe anclada a la conciencia religiosa y cultural de la nación, ofrecía una oportunidad perfecta para la consagración de los fieles, y para los que algo necesitaban pedir, aunque no supieran ni siquiera cómo hacerlo. Lo comprobé ante una divertida pregunta del sacerdote que oficiaba la homilía:
- ¿Cuántos de ustedes pisan nuestra parroquia por primera vez? Les pido me alcen la mano, por favor.
Otra multitud de brazos, en medio de un murmullo cómplice, apareció sobre nuestras cabezas. Mi brazo entre ellos, claro está. Muchos no sabían rezar, no habían asistido a una misa jamás, y se hacía evidente en sus caras: desconcertados, vagamente ruborizados por aparecer en un templo al que habían tenido hasta entonces como ajeno y distante.
Pero ahora que la Patrona se alojaba entre aquellas paredes resonantes, ahora que una sensación particular, esperanzadora, se extendía desde aquel sitial religioso, era momento de abdicar al descreimiento y pedirle a lo divino lo que entre humanos no acababa de llegar.
Vi rostros conmovidos. Vi manos juntas, miradas anhelantes. Escuché plegarias entre murmullos cargando con los sueños de quienes esperan y padecen. Vi enfermos, lisiados, malformados; rostros martirizados por el dolor físico o espiritual que sólo en una congregación como esta encontraban un rescoldo de paz. Reconocí amigos con proyectos inconfesables, con trámites entorpecidos, con necesidades materiales transformadas en ansiedad espiritual. Escuché rezos por los encarcelados, los perseguidos, los humillados. Un Aleph de ideas y de gentes.
Y todos, cada uno de los que se presentaban ante esa figura hermosa y humilde a la vez, delicadamente ingenua, experimentaban el instante más armónico y conciliador de sus últimos días.
Recordé el halo de solemnidad y fe en lo imposible que emana desde el templo situado en el Cobre, adonde cubanos de todas las ideologías, razas, naturalezas y credos religiosos terminan por recalar alguna vez. Unos, para pagar promesas dolorosas que sufren sus rodillas y sus carnes; otros para entregarle a la Virgen sus medallas olímpicas, sus títulos universitarios o sus muletas para caminar; y algunos, como yo, por elemental interés sociológico y cultural.
Creo que de vuelta a mi hogar, cargado de imágenes fotográficas y mentales, no comprendía del todo cuán misterioso es el terreno de la fe y de los sentimientos humanos. Sabía, eso sí, que aquel espectáculo de hermandad, aquella energía dispersada por una multitud voluntaria, a la que nadie citaba u obligaba a nada, y que en otros tiempos había pagado su firmeza religiosa con persecuciones y exclusión, era la prueba inobjetable de que a los pueblos se les puede privar de todas sus libertades, excepto de la libertad espiritual.
Y si yo no conseguía movilizar mi fe ante una imagen creada por manos humanas, vestida por humanos, y transportada devotamente por humanos; si yo lograba disfrutar del hecho como un fenómeno sociocultural que también nos identifica y define, pero no lograba implicarme sensorialmente con él, quizás debería mirar con humildad a todos aquellos bayameses que sí pidieron por sus vidas, por sus miserias y sus anhelos. Y que lo hicieron con verdadera pasión.
Ahora que un inoportuno Linfoma de Hodgkin me obliga a escribir desde un hospital a ochocientos kilómetros de mi hogar, y que amenaza con dar un vuelco radical a mi vida de joven saludable y futurista, no he dejado de envidiar a aquellos que sí consiguen semejante comunión espiritual y encuentran en ella consuelo y paz.
*Licenciado en Periodismo en la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba (2008). Narrador con diversos premios en concursos literarios de Cuba. Tiene varias publicaciones en medios digitales especializados.
Fuente: El pequeño hermano. Blog del autor del artículo. La foto es también del articulo mencionado.
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