Por Eloy A González.¡Ay de vosotras, almas pravas! [Dante], que al final del
camino aún me escoltan -agrego-
Claro está que, las antiguas heridas nos pueden
definirnos. Pero borrar el pasado no es ni puede ser el único correctivo para
librarnos del sufrimiento. No se trata de dejar a un lado nuestras
laceraciones, sino de tratar de no removerlas una y otra vez.
Nunca me dejo llevar por las bajas pasiones el encono,
tampoco por instintos de venganza, descalificación y enojo. No me cargo con los
rencores, ni albergo ideas sórdidas para con aquellos que tanto daño me
hicieron a mí y a mi familia.
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Alegoría de la impiedad sosteniendo una antorcha con la que quema un pelícano en su nido con sus crías. Su atributo es el hipopótamo. Grabado en “Iconologie oder Ideen aus dem Gebiete der Leidenschaften und Allegorien bildich dargestellt fur Zeichner, Mahl [no fecha]
Tampoco soy de esos que se elevan sobre un perdón mezquino que a nadie alcanza. Pero es un perdón que nunca llega ni ha llegado en el contexto en que vivimos. No me alcanza la sordidez de eso que denominamos “arrepentimiento” y “respeto por lo que ya no están”; ni me empleo en el ferviente deseo que alguien arda en un infierno, que no nos toca administrar ni desear para nadie. El perdón no exime a los demás de la responsabilidad de sus actos, ni cambia necesariamente su comportamiento, consideran algunos. Es, por lo tanto, un objeto arrojadizo, sí, agobiados por el peso de las canalladas, aseguramos que, el perdón es para el que perdona. No, gracias.
No esgrimo esa estupidez de que “todos hemos sido
víctimas”, porque muchos son más víctimas que otros; como muchos son dedicados
victimarios y victimarios de ocasión. Ni me sumerjo, es esa cruel hipocresía de
un “deseo” de que el finado descanse en paz. Tampoco acepto que el perdón no
implica ni requiere reconciliación para perdonar, porque en nada enriquece ni
al perpetrador del mal ni a la víctima de la impiedad.
No acepto la valentía del perdón, ni consumo mis
limitadas fortalezas, ni la disposición de ánimo para aceptar algo de lo cual
no soy culpable, y sí parte del conflicto. Yo no me enfrento a los demonios de
los otros, las vicisitudes las remito a Dios en oración. En todo esto no
cuestionen mi honestidad y mi fe.
Nadie que muere, cualquiera que sea sus culpas, las carga
en su conciencia, tampoco se adjudica sus impiedades en su paso por la
existencia vil que le acompañó. Salvo que, como asumimos, se produzca un
verdadero arrepentimiento. En cierto sentido, esto último descansa en la
voluntad de Dios.
2 de junio de 2025

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