Religión y Revolución I.
Por: Rogelio Fabio Hurtado.*
Desde su proclamación, el 20 de Mayo de 1902, Cuba fue un estado constitucionalmente laico que garantizaba y veía con simpatía la práctica en la isla de todo tipo de creencias, desde la religión católica hasta los cultos afrocubanos, de acuerdo a la idiosincrasia tolerante del cubano. Si bien la mención de Dios en los textos constitucionales siempre fue motivo de cierto debate, ningún gobierno de la República llegó a determinar políticas específicas respecto a la religión, y mucho menos a generar un departamento específicamente dedicado a “los asuntos religiosos”, como la Oficina dirigida primero por Monseñor Carneado y actualmente por Nuestra Sra. Caridad Diego, sin parentesco alguno con el poeta de La Calzada de Jesús del Monte.
Sin embargo, la política adoptadas por el gobierno socialista respecto a la religión obedeció durante las dos primeras décadas a una voluntad de predominio intransigente, cuya finalidad era erradicarlas como “manifestaciones de una falsa conciencia”, indigna del nuevo súper-hombre que esperaban forjar a toda carrera. Esto era consecuente con la ambición manifiesta de constituirse como alternativa a la cultura cristiana que inspiraba al sistema comunista a escala mundial. Si bien es cierto que los rebeldes gustaron de hacerse retratar luciendo abalorios católicos, también lo es que en la lucha contra Batista participaron cubanos de todos los credos, incluidos los ateos, en indudable minoría estos últimos. En el imaginario popular estaba presente la gestión humanitaria realizada por el Obispo santiaguero Monseñor Enrique Pérez Serantes para proteger la vida de los asaltantes al cuartel Moncada. La presencia entre los barbudos del sacerdote Guillermo Sardiñas reforzaba la presunta filiación religiosa de los rebeldes. Las navidades de 1959-1960 resplandecen en la memoria de quienes las vivimos. Es cierto que ya para entonces había sido fusilado cierto número de cubanos, quienes habían participado en la guerra revolucionaria en el bando derrotado. Sin embargo, la mayoría de la población justificó esta violencia como justicia revolucionaria y nada presagiaba un conflicto político-religioso dentro del país.
Aún no se había enconado la lucha de clases, ni habían resonado en las plazas los siniestros gritos de ¡Paredón! lo cual ocurriría a lo largo de 1960 y, sobre todo, a partir de abril de 1961, cuando se declara el carácter socialista de la Revolución, para júbilo de los pocos, pero bien organizados y nada ingenuos, militantes del Partido Socialista Popular, quienes controlaron las recién surgidas Organizaciones Revolucionarias Integradas, (ORI) y nutrieron las filas del G-2 mientras muchos de los insurreccionalitas del M-26-7 pasaban al clandestinaje anticomunista o volvían a alzarse, sobre todo en la Sierra del Escambray, a raíz de la segunda ley de reforma agraria. Acordes con su formación sectaria y recelosa, los marxistas leninistas de viejo y nuevo cuño se entregaron a combatir al opio del pueblo bajo cualquier denominación, aunque inicialmente el fuego se concentró sobre la Iglesia Católica. En este terreno, los movimientos totalitarios del siglo, fascismo italo-alemán y comunismo ruso, habían fracasado, debiendo contentarse con disminuir el peso y el espacio social de las instituciones religiosas; pero, en la Cuba de entonces, todo parecía posible.
Registros y ocupaciones de iglesias y conventos precedieron a la toma del Colegio de Belén, “por su importancia militar para la defensa de la Capital”. Aunque las misas y demás actividades propias del culto nunca fueron prohibidas, es rigurosamente cierto que las iglesias fueron vigiladas y literalmente cercadas por la sospecha y la amenaza inminente. Se tildó al clero de falangistas y aliados de los siquitrillados, sin excepción. Ni siquiera el buen padre Ignacio Biaín, editor de la excelente revista La Quincena, católica y nada batistiana pudo escapar a la artillería gruesa de los ideólogos de la hora. En esta primera vuelta, el nuevo poder revolucionario, una alianza entre el liderazgo histórico de la Revolución y los militantes comunistas con el apoyo de un amplio sector del pueblo recién llegado al protagonismo político, emergió abrumadoramente ganador.
Los templos se quedaron vacíos, como si ya la fe no le hiciese falta a la nueva sociedad revolucionaria dispuesta a edificar en la tierra el paraíso de la humanidad. Dados los antecedentes históricos de la Iglesia en Cuba y la difusa religiosidad propia del cubano, esto no fue tan sorprendente, aunque la veloz crecida del dogma ateo pese a la formación católica del alto mando revolucionario, tiene que haberle provocado vértigo a sus viejos apóstoles. Aunque el llamado “proceso contra el sectarismo”, desencadenado a raíz de la protesta pública del propio máximo líder ante la burda supresión de la invocación al favor de Dios en el testamento político del líder estudiantil José Antonio Echevarria, no tardó en bajarlos de esa nube, la política real contra las religiones no se modificó con la cesación del camarada Aníbal Escalante al frente de la fogosa ORI.
Parte de la feligresía católica se marcha de la isla, entre ellos no pocos de los practicantes más activos y generosos. Cierto número de sacerdotes es expulsado de Cuba a bordo del vapor Covadonga y otros optan por marcharse. Luego de un innecesario registro en el Palacio Arzobispal de La Habana, que lo llevó a buscar protección temporal en la residencia del embajador de Argentina, el anciano Cardenal Manuel Arteaga Betancourt fallece en 1964, tras meses de ingreso en el Hogar San Rafael de los Hermanos de San Juan de Dios en Marianao.
* Rogelio Fabio Hurtado. La Habana, 1946.Publicó en 1996 El Pacto entre Dos Tigres y en 2003 Cuatrocientos años de presencia hospitalaria en Cuba de los Hermanos de San Juan de Dios. Colabora en Palabra Nueva de la Arquidiócesis de La Habana y en la revista Espacios. Miembro del Consejo de Redacción de la revista digital Consenso.
Foto: Cardenal Manuel Arteaga
Fuente: Revista Consenso.
Por: Rogelio Fabio Hurtado.*
Desde su proclamación, el 20 de Mayo de 1902, Cuba fue un estado constitucionalmente laico que garantizaba y veía con simpatía la práctica en la isla de todo tipo de creencias, desde la religión católica hasta los cultos afrocubanos, de acuerdo a la idiosincrasia tolerante del cubano. Si bien la mención de Dios en los textos constitucionales siempre fue motivo de cierto debate, ningún gobierno de la República llegó a determinar políticas específicas respecto a la religión, y mucho menos a generar un departamento específicamente dedicado a “los asuntos religiosos”, como la Oficina dirigida primero por Monseñor Carneado y actualmente por Nuestra Sra. Caridad Diego, sin parentesco alguno con el poeta de La Calzada de Jesús del Monte.
Sin embargo, la política adoptadas por el gobierno socialista respecto a la religión obedeció durante las dos primeras décadas a una voluntad de predominio intransigente, cuya finalidad era erradicarlas como “manifestaciones de una falsa conciencia”, indigna del nuevo súper-hombre que esperaban forjar a toda carrera. Esto era consecuente con la ambición manifiesta de constituirse como alternativa a la cultura cristiana que inspiraba al sistema comunista a escala mundial. Si bien es cierto que los rebeldes gustaron de hacerse retratar luciendo abalorios católicos, también lo es que en la lucha contra Batista participaron cubanos de todos los credos, incluidos los ateos, en indudable minoría estos últimos. En el imaginario popular estaba presente la gestión humanitaria realizada por el Obispo santiaguero Monseñor Enrique Pérez Serantes para proteger la vida de los asaltantes al cuartel Moncada. La presencia entre los barbudos del sacerdote Guillermo Sardiñas reforzaba la presunta filiación religiosa de los rebeldes. Las navidades de 1959-1960 resplandecen en la memoria de quienes las vivimos. Es cierto que ya para entonces había sido fusilado cierto número de cubanos, quienes habían participado en la guerra revolucionaria en el bando derrotado. Sin embargo, la mayoría de la población justificó esta violencia como justicia revolucionaria y nada presagiaba un conflicto político-religioso dentro del país.
Aún no se había enconado la lucha de clases, ni habían resonado en las plazas los siniestros gritos de ¡Paredón! lo cual ocurriría a lo largo de 1960 y, sobre todo, a partir de abril de 1961, cuando se declara el carácter socialista de la Revolución, para júbilo de los pocos, pero bien organizados y nada ingenuos, militantes del Partido Socialista Popular, quienes controlaron las recién surgidas Organizaciones Revolucionarias Integradas, (ORI) y nutrieron las filas del G-2 mientras muchos de los insurreccionalitas del M-26-7 pasaban al clandestinaje anticomunista o volvían a alzarse, sobre todo en la Sierra del Escambray, a raíz de la segunda ley de reforma agraria. Acordes con su formación sectaria y recelosa, los marxistas leninistas de viejo y nuevo cuño se entregaron a combatir al opio del pueblo bajo cualquier denominación, aunque inicialmente el fuego se concentró sobre la Iglesia Católica. En este terreno, los movimientos totalitarios del siglo, fascismo italo-alemán y comunismo ruso, habían fracasado, debiendo contentarse con disminuir el peso y el espacio social de las instituciones religiosas; pero, en la Cuba de entonces, todo parecía posible.
Registros y ocupaciones de iglesias y conventos precedieron a la toma del Colegio de Belén, “por su importancia militar para la defensa de la Capital”. Aunque las misas y demás actividades propias del culto nunca fueron prohibidas, es rigurosamente cierto que las iglesias fueron vigiladas y literalmente cercadas por la sospecha y la amenaza inminente. Se tildó al clero de falangistas y aliados de los siquitrillados, sin excepción. Ni siquiera el buen padre Ignacio Biaín, editor de la excelente revista La Quincena, católica y nada batistiana pudo escapar a la artillería gruesa de los ideólogos de la hora. En esta primera vuelta, el nuevo poder revolucionario, una alianza entre el liderazgo histórico de la Revolución y los militantes comunistas con el apoyo de un amplio sector del pueblo recién llegado al protagonismo político, emergió abrumadoramente ganador.
Los templos se quedaron vacíos, como si ya la fe no le hiciese falta a la nueva sociedad revolucionaria dispuesta a edificar en la tierra el paraíso de la humanidad. Dados los antecedentes históricos de la Iglesia en Cuba y la difusa religiosidad propia del cubano, esto no fue tan sorprendente, aunque la veloz crecida del dogma ateo pese a la formación católica del alto mando revolucionario, tiene que haberle provocado vértigo a sus viejos apóstoles. Aunque el llamado “proceso contra el sectarismo”, desencadenado a raíz de la protesta pública del propio máximo líder ante la burda supresión de la invocación al favor de Dios en el testamento político del líder estudiantil José Antonio Echevarria, no tardó en bajarlos de esa nube, la política real contra las religiones no se modificó con la cesación del camarada Aníbal Escalante al frente de la fogosa ORI.
Parte de la feligresía católica se marcha de la isla, entre ellos no pocos de los practicantes más activos y generosos. Cierto número de sacerdotes es expulsado de Cuba a bordo del vapor Covadonga y otros optan por marcharse. Luego de un innecesario registro en el Palacio Arzobispal de La Habana, que lo llevó a buscar protección temporal en la residencia del embajador de Argentina, el anciano Cardenal Manuel Arteaga Betancourt fallece en 1964, tras meses de ingreso en el Hogar San Rafael de los Hermanos de San Juan de Dios en Marianao.
* Rogelio Fabio Hurtado. La Habana, 1946.Publicó en 1996 El Pacto entre Dos Tigres y en 2003 Cuatrocientos años de presencia hospitalaria en Cuba de los Hermanos de San Juan de Dios. Colabora en Palabra Nueva de la Arquidiócesis de La Habana y en la revista Espacios. Miembro del Consejo de Redacción de la revista digital Consenso.
Foto: Cardenal Manuel Arteaga
Fuente: Revista Consenso.
Cuando leo esto lo que más rabia me da es cómo algunos o muchos líderes religiosos en Cuba callan, y no mencionan nada de esto, traicionando a Dios, al pueblo, y a la iglesia.
ResponderEliminarPeor aún, muchos de ellos hasta defienden al sistema que persigue y humilla a los creyentes. Como dije hace un tiempo atrás, el dios de esos tipos es Castro.
Saludos!
Cuando leo comentarios como los suyos Sr(a) st.jose, me hacen pensar que es mejor ese tipo de represión a la iglesia que una empresa de fe que se despliega por el mundo construyendo paraísos para gozo propio con la plata que deposita la fe de sus creyentes.
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