abril 02, 2013

Los tiranos de antes no iban a misa.

Pedro Lastra.
Los bolcheviques de antes no tenían pelos en la lengua ni se andaban disfrazando de santones: proclamaban la dictadura del proletariado, asesinaban masivamente a sus oponentes, hambreaban a sus pueblos y desataban las más impiadosas cacerías contra cuanto bicho de uña se les atravesara en el camino. Eran unos comunistas de pelo en pecho, como Lenin, Stalin, Mao, el mismísimo Fidel Castro y esa pandilla de asesinos, llámense Beria, Vischinsky o Ramiro Valdés, que los secundaban desde sus monstruosos ministerios de “seguridad ciudadana”. Campos de Concentración, paredones, fusilamientos por millones, horca, nucas descerrajadas con golpes de piolet, accidentes amañados de carros de disidentes famosos a los que misteriosamente se les iban los frenos frente a una quebrada o un roble gigante. Todo un arsenal de trampas, celadas, mañas, venenos, puñaladas, torturas, encarcelamiento y mazmorras para padres, madres, esposas, hermanos e hijos de quienes osaran siquiera imaginarse un mundo de paz y concordia o de elemental respeto de los sagrados derechos humanos. Los tiranos de antes no iban a misa.
Lenin inició la camada. Ordenó fusilar a la familia real, sin perdonarle la vida ni a los niños del Zar, asesinar a millones de Kulaks, esos campesinos prósperos que alimentaban a la hambrienta Rusia zarista, mandó colgar a los popes frente a sus feligreses e hizo suya la consigna de su maestro Carlos Marx según el cual “la religión es el opio del pueblo”. Antes de usar la imagen de Cristo o arrodillarse ante un altar, se cortaba las venas. No se diga de Stalin, a pesar de que sus padres lo querían pope y se escapó del seminario cuando ya lucía la santidad de los ungidos. Despreciando el principio cristiano del amor al prójimo se calcula en una cifra cercana a los 30 millones los que ordenó asesinar, sin contar con los millones de camaradas que se pudrieron en las célebres mazmorras de su archipiélago Gulag.
Algo muy tenaz, muy porfiado y persistente tendrá la imagen de Jesucristo en la conciencia de la humanidad como para que a pesar de esas persecuciones anticlericales y ese odio parido contra la Iglesia, los herederos de Lenin y Stalin hagan esfuerzos descomunales por comparar a sus líderes triturados en las inexorables maquinarias de la muerte con Cristo Redentor. Desaparecida la Unión Soviética, una recua de leninistas trasnochados inventaron en Moscú hace unos pocos años la secta de los Cristianos-Leninistas. Usaban el QUÉ HACER del primer comunista de la historia con El Nuevo Testamento del fundador del cristianismo. Y aún se reúnen en alguna placita del Kremlin a rezarle al padrecito Lenin, postrer apóstol del Nazareno.
Algún G2 infiltrado entre los Boinas Verdes bolivianos dispuso el cadáver del mercenario argentino Ernesto Guevara Lynch sobre una artesa de Valle Grande de manera que se asemejara al Cristo yaciente, de Andrea Mantegna. Así, a pesar de ser un asesino serial que a la hora de la duda prefería fusilar campesinos inocentes que pasar por blandengue, los especialistas en manipulación mediática de Fidel Castro universalizaron la duda sistemática sobre las semejanzas entre el hijo de María y el asesino de La Cabaña.
Con Allende no funcionó el fraude, porque Cristo no usaba corbata ni gruesos anteojos de concha. Se suicidó enfundado en una elegante chaqueta de tweed inglesa y abrigado con un sweater de rombos dignos de un estudiante de Cambridge. Los cubanos, genios de la estafa bajo la dirección del más grande estafador de la historia, prefirieron acomodarlo a José Martí, otro aventajado aristócrata con ínfulas liberadoras. Dejaron a Cristo tranquilo.
Y ahora que se les muere en las torpes manos de sus inexpertos cirujanos el último y milagroso proveedor del trono, buscan desesperadamente la manera de convertir a un teniente coronel golpista, convertido en Rey de los mendigos en una lamentable parodia de la Opera de Tres centavos, en la última versión de Jesucristo Súper Milico. Desechada la pureza del marxismo leninismo y asumida la bastardía sincrética de todas las creencias, supercherías y rituales del paganismo africano, no se sabe si Chávez es el último Babalao, el primer Changó redivivo, postrer Tótem funerario o un Cristo de yeso pintado con gorra de paracaidista para vender en los tenderetes de espiritismo esotérico de las Torres del Silencio.
El “opio del pueblo” sigue despertando la fe, la esperanza y la caridad, mientras la cocaína de la santería revolucionaria multienriquece a las altas esferas del régimen y satisface las tristes desventuras de su carne de cañón electoral. Pobre Chávez, que encerado descanse.

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